Grant te agradece la atención

Grant te agradece la atención

13 de febrero de 2012

Carrère en su Torre


Bajo el Madrid de los Austrias, se esconde, culebreante, una ciudad subterránea y tenebrosa, refugio de criminales y espíritus pavorosos. Allí, el escritor Emilio Carrère nos presentó las peripecias de Basilio Beltrán, un anti-héroe muy español y algo bobo. Pero esta obra tan original e insólita de por sí, estuvo acompañada de muchas más intrigas y caprichos...



Bien es sabido que la literatura española nunca ha sido conocida por su respeto y gusto por lo fantástico y sobrenatural. El realismo es una de sus características más remarcables (u odiosas, según se vea) y en nuestra patria, esa irritante y cuasi-chauvinista tradición de considerar excéntrica o de menor categoría todo lo que se salga de ese realismo valorado como intrínseco de nuestra literatura, ha provocado que no haya proliferado demasiado. Hay honrosas excepciones, como Huida hacia el pueblo de las muñecas de cera de Ramón Gómez de la Serna, la visionaria El anacronópete de Enrique Gaspar y Gimbau (donde trata los viajes en el tiempo diez años antes que H.G. Wells lo hiciera), Médium de Pío Baroja, las archiconocidas Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer o La ondina del lago azul de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Todas de calidad indudable y que hubieran merecido ser más conocidas entre el gran público (no es el caso de Bécquer, de todas formas). También es cierto que, por el desafecto general de escritores, lectores y crítica, los que se dedicaron en algún momento a este tipo de géneros poco favorecidos por estas tierras, no parieron precisamente obras maestras; muchos pastiches románticos de miasma decimonónico que balbuceaban al estilo de Victor Hugo o emulaban recursos de Edgar Allan Poe.
No es el caso de La Torre de los Siete Jorobados. Una rareza en el panorama español: con una historia llena de rumores y misterios sobre su proceso de creación, que engendró una extravagancia cinematográfica en plena dictadura y, por supuesto, unos protagonistas, en la vida real, como mínimo peculiares. No, nos olvidamos de la propia obra, seguramente la mejor novela que firmó Emilio Carrère en su vida.

Un dandy en Madrid

Emilio Carrère no ha sido un autor muy apreciado en líneas generales en su patria. Francisco Umbral, por ejemplo, no le dedicó concretamente muchas lisonjas y otros autores se han limitado como poco a ignorarlo; aunque es importante resaltar que esas censuras y reproches, no provenían desde la vertiente literaria, sino la política o social.
Cierto es que Emilio Carrère era funcionario. Cierto que no renegó en ningún momento del régimen franquista y que eran conocidas sus tendencias derechistas. Que era un truhán irreverente, bon vivant y un manifiesto burgués aceptado como miembro de pleno derecho en la bohemia madrileña (aunque él renegara de ella). Pero juzgar su vida, acciones o actitudes no forman parte de nuestra intención. Es un feo defecto que se tiene por estos lares. El presente artículo busca simplemente sacar a la luz la historia y protagonistas de una novela magnífica de nuestra literatura, insólita y muy cañí.

Para empezar, nada mejor que presentarlo adecuadamente. Emilio Carrère era hijo natural de un abogado madrileño de cierto prestigio. Su madre, murió al poco de nacer él, y aunque inicialmente su padre no quiso hacerse cargo, más adelante le brindó estabilidad laboral buscándole un puesto en el Tribunal de Cuentas y le legó una sustanciosa herencia al morir. Emilio Carrère siempre sintió fascinación por las artes, la pintura, el teatro, y no tardó en dedicarse a escribir: artículos para diversos periódicos y publicaciones, relatos, poesías... De hecho su obra poética es abundante y rica, considerada, después de un injusto ostracismo, ejemplo lúcido y vital de la bohemia literaria española, del decadentismo modernista junto a colegas como Alejandro Sawa, Rafael Cansinos Assens, Rubén Darío, Pedro Luis de Gálvez o Valle-Inclán.
Emilio Carrère no terminó de encajar ni en la generación del 98 ni en la del 27, quizás porque siempre se preocupó más por seguir su propia senda, contradictoria y en muchas ocasiones caótica.
Pero sí compartió con sus contemporáneos, además de juergas nocturnas o tertulias fascinantes por los cafés madrileños, el ambiente burbujeante y entusiasta de la anteguerra y de las vanguardias. Sus influencias principales procedían allende los Pirineos: el simbolismo noctámbulo de Verlaine, el costumbrismo de Zola y su gran admirado Edgar Allan Poe. Y a esta mezcla tan específica, que no tenía tampoco nada de particular para la época, Carrère unió su afición al esoterismo, la cábala, la teosofía, el espiritismo. No en vano uno de sus amigos fue El Mago Rojo de Logrosán, bautizado en realidad Mario Roso de Luna, que fue el introductor en nuestro país de las doctrinas teosóficas de Helena Blavatsky, a parte de ser abogado, astrónomo, escritor, periodista y...masón. Esta afición por lo heterodoxo de Carrère se plasmó claramente en su obra poética como Del amor, del dolor y del misterio (1915) o Los ojos de los fantasmas (1920). No quedó todo ahí. A Carrère no sólo se le recuerda por su poesía, sino por su vinculación y afán por el auge del cuento y la novela corta. Él mismo se autoproclamó admirador del folletín: sus miras se dirigían a Gastón Leroux, sus raíces se hundían en Paul Féval. El pulp anglosajón, a pesar de que actualmente sea desconocido por una gran mayoría de lectores, era celebrado y consumido en nuestro país gracias a autores como Carrère. Y allí es donde ubicamos La Torre de los Siete Jorobados.



Un gran folletín español

El folletín y las novelas por entregas, en nuestro país, siempre tuvieron gran aceptación. Grandes de la literatura como Galdós (que también se atrevió con algún relato misterioso como La princesa y el granuja) o Enrique P. Escrich acudieron a este formato, no solo como una manera de divulgar sus obras, sino como forma más libre de expresión. Al folletín siempre se le ha acusado de ser desde frívolo, poco exigente con la psicología de sus protagonistas (con estereotipos maniqueos muy evidentes), de estilo ramplón, argumentos inverosímiles y tramas horizontales; hasta de no considerarse siquiera literatura sino una vulgarización de la misma. En verdad el folletín iba dirigido a cualquier tipo de público independientemente de su edad o sexo. Pero considerar esa democratización de la literatura un cúmulo de vicios, nos obligaría a omitir autores como Dickens, Dumas, Balzac, Tolstoi, Salgari, Doyle, Stevenson... la lista se podría alargar mucho más.
Y de ese humus, junto al del pulp como hijo legítimo del folletín, surgió La Torre de los Siete Jorobados. La fantasía, el misterio, lo policiaco y criminal, la magia, lo truculento, el humor... todos estos ingredientes se unieron para formar una novela básicamente de aventuras, pero no en un remoto país africano, no en la meseta del Tíbet o en las llanuras del oeste norteamericano. Ni tan siquiera en la brumosa Londres de Jack el Destripador. No. Todo esto y más, en Madrid. Un repaso al Madrid del chotis, las verbenas, las zarzuelas, el aguardiente y las chulapas. Costumbrismo puro y duro bajo la música del organillo, que mostraba también penumbras y secretos en la presencia de fantasmas, combates astrales, mafias de jorobados y una intrincada Madrid subterránea llena de enigmas... Eso sí, sin perder un sentido del humor muy castizo y a veces absurdo, surrealista. Muy español, vamos.
El argumento tiene de protagonista a un supersticioso joven llamado Basilio, con ciertas capacidades mediúmnicas, mujeriego, amante de la buena vida y con escasas luces. De manera progresiva, se va introduciendo la figura esencial del doctor Robinsón de Mantua, un fantasma que pide a Basilio le ayude a desentrañar el secreto de su asesinato, que una paciente le vaticinó. Es interesante observar la manera en que se presenta este personaje ante Basilio, pues, anticipándose al movimiento surrealista, ocurre en un estado de trance o duermevela, a través de la escritura automática. Pero no debería sorprendernos, Carrère era amante del esoterismo, y este tipo de prácticas de corte espírita eran bien conocidas desde el s. XIX. A partir de la llegada del doctor Robinsón de Mantua, la acción se desarrolla, como en todo buen folletín, de manera rocambolesca y muy amena. Con personajes como el periodista “Duende de la Corte”, que con su brillante perspicacia humilla y ridiculiza el torpe ingenio de Basilio en más de una ocasión; el inspector de policía Martínez Sirio como detective infatigable, o el entrañable don Sindulfo de Arco, epítome del “sabio loco” (su homenaje a Valle-Inclán) y que también aparecía en otra obra de Carrère: La calavera de Atahualpa. Los villanos, muy, muy pero que muy malos, son una cofradía de jorobados dedicados a la falsificación y demás vilezas. Su líder es el doctor Sabatino. Este doctor Sabatino representa la perversidad suma y, por supuesto, es un experto nigromante que dirige e instruye ese terrible cabildo.

La Torre de los siete jorobados es una verdadera gema de la novela de evasión en nuestro país, de lectura accesible y divertida, con todo lo excesivo y estrafalario del folletín y la sabiduría oculta de esa época servidos de manera suculenta y mordaz.

Después de la Guerra Civil, no se volvería a vislumbrar algo similar en estas tierras hasta pasadas muchas décadas. La dictadura supuso el fin del flujo cultural proveniente de otros países; la fantasía, ciencia-ficción o lo misterioso, que se habían comenzado a introducir victoriosamente en el yermo páramo del sempiterno realismo español, falleció antes de que pudiera decir “esta boca es mía”.
Por ello La Torre de los siete jorobados es un tesoro que hay que recordar, redescubrir y/o leer de vez en cuando, tanto por su originalidad como por el misterio que supuso su propia creación...


Quién escribió qué

Emilio Carrère tenía una fama bastante mala. Eso no se puede negar. Le gustaba escandalizar a sus contemporáneos con bufonadas del estilo como que vestía la ropa entregada por un enterrador que, a su vez, se la había sustraído a varios difuntos. Por ello, aseguraba Carrère, olía a “cadaverina” y los perros aullaban a su paso. Pero eso tampoco reviste mayor importancia, las extravagancias entre bohemios se acepta que van en el paquete (incluso se aplauden). Sin embargo, uno de sus defectos, y que le hizo ganar el sobrenombre de El rey del refrito, era su forma de escribir y trabajar.
Carrère solía ser una auténtica pesadilla para los editores y revistas: mezclaba sus textos entre sí, entregaba el mismo cambiando el título para que parecieran dos distintos, los reeecribía de nuevo o, simplemente, no entregaba nada y punto.
Así que no fue de extrañar que, con el triunfo que supuso en su momento La Torre de los siete jorobados, surgieran voces, arteras o no, que dudaran de su autoría. Esos chismes no eran descabellados, y tampoco algo inusual en el mundo del folletín, todo hay que decirlo, pero no ha sido hasta en los últimos veinte años que hemos tenido ciertas pruebas de ello.


Jesús de Aragón


Agustín Jaureguízar y Antonio Lejárraga, en los años 1994 y 1995 respectivamente, y en los prólogos de dos obras escritas por el supuesto negro, aventuraron que el “Capitán Sirius”, “Coronel Ignotus” o “J. De Nogara”, había sido en realidad el artífice, no de la obra en sí, sino de amalgamar, completar y recrear La Torre de los siete jorobados. Jesús Palacios, en su prólogo para Valdemar en 1998 de esa misma obra, explica también una audaz filigrana literaria y editorial del que pudo ser su alumbramiento.
Los amantes de la ciencia ficción seguro que ya habrán reconocido los seudónimos que solía utilizar el Julio Verne español: Jesús de Aragón. En esos momentos, de Aragón todavía era un escritor novel y buscaba una editorial que confiara en el indudable talento que más tarde demostraría con 40000 km a bordo del Aeroplano “fantasma”, la Sombra de Casarás o el Continente Aéreo.
¿Y qué utilidad tienen los escritores principiantes de talento para algunos editores?
Es curioso como las circunstancias unieron a dos imprescindibles cabezas a reivindicar de la literatura fantástica española para “trabajar” juntos. Uno ya encumbrado y otro esperando su primera oportunidad.



Pero, ¿qué sucedió en realidad?
El editor Manuel Palomeque se encontraba en un aprieto. Tenía en sus manos un posible best-seller del insigne Emilio Carrère, pero lo era potencialmente, no de facto. El editor le había pedido una novela e incluso se la había abonado antes de echarle un vistazo siquiera. Carrère, como era habitual en él, le había entregado en realidad una remezcla de una novela corta anteriormente publicada en 1920, que a su vez provenía de textos anteriores: El Señor Catafalco y El mal de ojo; junto a otros textos diferentes, embriones de obras futuras. No llegaba para una novela larga completa, y Emilio Carrère se desentendió dejando a Palomeque con todo un señor engorro. Así que el editor, ni corto ni perezoso, se hizo con un negro que hilvanara los variopintos papelotes e incrementara su extensión. Ese negro fue Jesús de Aragón, que tras ese laborioso trabajo, consiguió publicar sus dos primeros libros.
Así nació La Torre de los siete jorobados, en su versión más célebre del año 1924.
¿Deberíamos considerar a Jesús de Aragón co-autor de la obra?
A lo largo del tiempo ha habido diferentes opiniones al respecto, las cuales otorgaban mayor o menor protagonismo a Carrère; aunque los últimos estudios que se han hecho al respecto, más bien indican que de Aragón fue remendando y creando un collage con el material que se le había suministrado. Cierto que tuvo que aportar de su cosecha, pero el verdadero caudal creativo provino de Carrère, especialista en autoplagiarse sin cesar.

Una historia de cine

Este gran éxito literario de la segunda década del s XX tuvo su representación cinematográfica en 1944. Una genuina anomalía del cine español, que no volvería a retomar la temática fantástica hasta los años 60. Su director, Edgar Neville, fue también una buena pieza. Este señor, nacido en 1899, era hijo de un ingeniero inglés acomodado y de la condesa de Berlanga de Duero. Con semejantes antecedentes, podemos sin dificultad hacernos una idea de los afortunados privilegios, escasos en esa época, de los que disfrutó en su infancia y a lo largo de su vida. Era un entusiasta de las artes y gracias a su posición social, pudo codearse con la élite cultural e intelectual anterior a la dictadura: Buñuel, Ortega y Gasset, Falla, Lorca... A pesar de que se licenció en Derecho, Neville era un incondicional del teatro y el cine, y aprovechó su condición de miembro de una familia adinerada para hacer carrera diplomática en Estados Unidos, donde en Hollywood tuvo la oportunidad de aprender del mismísimo Charles Chaplin o codearse con el gran Douglas Fairbanks. Sus años allí fueron muy felices y el trabajo y experiencia adquirida en la Metro Goldwyn-Meyer fue de valor incalculable para lo que sería su futuro como director de cine en España.
Sin ese bagaje, junto a su favorecida posición social y política (cuando regresó a España con la Guerra Civil tomó partido por el bando nacional), no habría sido posible realizar una película como La Torre de los siete jorobados, que brillaba como un diamante en esa época lóbrega entre los filmes propagandísticos del régimen y demás productos folklóricos.


Charles Chaplin & Edgar Neville


Edgar Neville tuvo la osadía de llevar al cine una obra que la Iglesia habría tachado de diabólica y el Estado de un desperdicio. Pero, por supuesto, la adaptó, la camufló para que pasara el filtro de una censura que ni él mismo podía eludir. Añadió personajes y suprimió otros, mitigó significativamente el aporte mágico y sobrenatural y enfatizó el policíaco, simplificó el argumento y la agració con el toque comercial hollywoodiense que resultaba refrescante entre tanta ranciedad patria. Son evidentes las influencias del cine expresionista alemán de Robert Wiene y su El Gabinete del Doctor Caligari en numerosas secuencias, así como una notable ambientación gótica y sombría muy lograda, a pesar del escaso presupuesto. Edgar Neville captó con precisión el sentido de humor castizo y sarcástico tan propio de Carrère, y aunque en general es un film edulcorado supurante de moralina (es hijo de su época), no se le debe restar el mérito (en este caso lo es) de poco convencional y ser un híbrido extraordinario entre lo típico español y lo fantasmagórico. Como el libro.



Por supuesto, su estreno pasó sin mucha pena ni gloria entre público y crítica (al contrario que había sucedido con el libro), lo que no ha ayudado a que, hasta hace escasamente unas semanas, no hayamos podido disponer de copias en una calidad decente. Una verdadera lástima que no se haya decidido hasta ahora restaurarla, teniendo en cuenta que se ganó ya hace tiempo un puesto preponderante en el cine español como precursor y referente del género fantástico. Junto a El Crimen de la calle Bordadores y Domingo de Carnaval (las tres de Edgar Neville además) forman un trío de ases clásico del cine policiaco. Pero tampoco debemos ser tan pesimistas, más vale tarde que nunca aunque eso sí, no os olvidéis de leer el libro antes de lanzaros hacia la película.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡cuéntanos!

Carrère en su Torre

Posted by on | |

Bajo el Madrid de los Austrias, se esconde, culebreante, una ciudad subterránea y tenebrosa, refugio de criminales y espíritus pavorosos. Allí, el escritor Emilio Carrère nos presentó las peripecias de Basilio Beltrán, un anti-héroe muy español y algo bobo. Pero esta obra tan original e insólita de por sí, estuvo acompañada de muchas más intrigas y caprichos...



Bien es sabido que la literatura española nunca ha sido conocida por su respeto y gusto por lo fantástico y sobrenatural. El realismo es una de sus características más remarcables (u odiosas, según se vea) y en nuestra patria, esa irritante y cuasi-chauvinista tradición de considerar excéntrica o de menor categoría todo lo que se salga de ese realismo valorado como intrínseco de nuestra literatura, ha provocado que no haya proliferado demasiado. Hay honrosas excepciones, como Huida hacia el pueblo de las muñecas de cera de Ramón Gómez de la Serna, la visionaria El anacronópete de Enrique Gaspar y Gimbau (donde trata los viajes en el tiempo diez años antes que H.G. Wells lo hiciera), Médium de Pío Baroja, las archiconocidas Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer o La ondina del lago azul de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Todas de calidad indudable y que hubieran merecido ser más conocidas entre el gran público (no es el caso de Bécquer, de todas formas). También es cierto que, por el desafecto general de escritores, lectores y crítica, los que se dedicaron en algún momento a este tipo de géneros poco favorecidos por estas tierras, no parieron precisamente obras maestras; muchos pastiches románticos de miasma decimonónico que balbuceaban al estilo de Victor Hugo o emulaban recursos de Edgar Allan Poe.
No es el caso de La Torre de los Siete Jorobados. Una rareza en el panorama español: con una historia llena de rumores y misterios sobre su proceso de creación, que engendró una extravagancia cinematográfica en plena dictadura y, por supuesto, unos protagonistas, en la vida real, como mínimo peculiares. No, nos olvidamos de la propia obra, seguramente la mejor novela que firmó Emilio Carrère en su vida.

Un dandy en Madrid

Emilio Carrère no ha sido un autor muy apreciado en líneas generales en su patria. Francisco Umbral, por ejemplo, no le dedicó concretamente muchas lisonjas y otros autores se han limitado como poco a ignorarlo; aunque es importante resaltar que esas censuras y reproches, no provenían desde la vertiente literaria, sino la política o social.
Cierto es que Emilio Carrère era funcionario. Cierto que no renegó en ningún momento del régimen franquista y que eran conocidas sus tendencias derechistas. Que era un truhán irreverente, bon vivant y un manifiesto burgués aceptado como miembro de pleno derecho en la bohemia madrileña (aunque él renegara de ella). Pero juzgar su vida, acciones o actitudes no forman parte de nuestra intención. Es un feo defecto que se tiene por estos lares. El presente artículo busca simplemente sacar a la luz la historia y protagonistas de una novela magnífica de nuestra literatura, insólita y muy cañí.

Para empezar, nada mejor que presentarlo adecuadamente. Emilio Carrère era hijo natural de un abogado madrileño de cierto prestigio. Su madre, murió al poco de nacer él, y aunque inicialmente su padre no quiso hacerse cargo, más adelante le brindó estabilidad laboral buscándole un puesto en el Tribunal de Cuentas y le legó una sustanciosa herencia al morir. Emilio Carrère siempre sintió fascinación por las artes, la pintura, el teatro, y no tardó en dedicarse a escribir: artículos para diversos periódicos y publicaciones, relatos, poesías... De hecho su obra poética es abundante y rica, considerada, después de un injusto ostracismo, ejemplo lúcido y vital de la bohemia literaria española, del decadentismo modernista junto a colegas como Alejandro Sawa, Rafael Cansinos Assens, Rubén Darío, Pedro Luis de Gálvez o Valle-Inclán.
Emilio Carrère no terminó de encajar ni en la generación del 98 ni en la del 27, quizás porque siempre se preocupó más por seguir su propia senda, contradictoria y en muchas ocasiones caótica.
Pero sí compartió con sus contemporáneos, además de juergas nocturnas o tertulias fascinantes por los cafés madrileños, el ambiente burbujeante y entusiasta de la anteguerra y de las vanguardias. Sus influencias principales procedían allende los Pirineos: el simbolismo noctámbulo de Verlaine, el costumbrismo de Zola y su gran admirado Edgar Allan Poe. Y a esta mezcla tan específica, que no tenía tampoco nada de particular para la época, Carrère unió su afición al esoterismo, la cábala, la teosofía, el espiritismo. No en vano uno de sus amigos fue El Mago Rojo de Logrosán, bautizado en realidad Mario Roso de Luna, que fue el introductor en nuestro país de las doctrinas teosóficas de Helena Blavatsky, a parte de ser abogado, astrónomo, escritor, periodista y...masón. Esta afición por lo heterodoxo de Carrère se plasmó claramente en su obra poética como Del amor, del dolor y del misterio (1915) o Los ojos de los fantasmas (1920). No quedó todo ahí. A Carrère no sólo se le recuerda por su poesía, sino por su vinculación y afán por el auge del cuento y la novela corta. Él mismo se autoproclamó admirador del folletín: sus miras se dirigían a Gastón Leroux, sus raíces se hundían en Paul Féval. El pulp anglosajón, a pesar de que actualmente sea desconocido por una gran mayoría de lectores, era celebrado y consumido en nuestro país gracias a autores como Carrère. Y allí es donde ubicamos La Torre de los Siete Jorobados.



Un gran folletín español

El folletín y las novelas por entregas, en nuestro país, siempre tuvieron gran aceptación. Grandes de la literatura como Galdós (que también se atrevió con algún relato misterioso como La princesa y el granuja) o Enrique P. Escrich acudieron a este formato, no solo como una manera de divulgar sus obras, sino como forma más libre de expresión. Al folletín siempre se le ha acusado de ser desde frívolo, poco exigente con la psicología de sus protagonistas (con estereotipos maniqueos muy evidentes), de estilo ramplón, argumentos inverosímiles y tramas horizontales; hasta de no considerarse siquiera literatura sino una vulgarización de la misma. En verdad el folletín iba dirigido a cualquier tipo de público independientemente de su edad o sexo. Pero considerar esa democratización de la literatura un cúmulo de vicios, nos obligaría a omitir autores como Dickens, Dumas, Balzac, Tolstoi, Salgari, Doyle, Stevenson... la lista se podría alargar mucho más.
Y de ese humus, junto al del pulp como hijo legítimo del folletín, surgió La Torre de los Siete Jorobados. La fantasía, el misterio, lo policiaco y criminal, la magia, lo truculento, el humor... todos estos ingredientes se unieron para formar una novela básicamente de aventuras, pero no en un remoto país africano, no en la meseta del Tíbet o en las llanuras del oeste norteamericano. Ni tan siquiera en la brumosa Londres de Jack el Destripador. No. Todo esto y más, en Madrid. Un repaso al Madrid del chotis, las verbenas, las zarzuelas, el aguardiente y las chulapas. Costumbrismo puro y duro bajo la música del organillo, que mostraba también penumbras y secretos en la presencia de fantasmas, combates astrales, mafias de jorobados y una intrincada Madrid subterránea llena de enigmas... Eso sí, sin perder un sentido del humor muy castizo y a veces absurdo, surrealista. Muy español, vamos.
El argumento tiene de protagonista a un supersticioso joven llamado Basilio, con ciertas capacidades mediúmnicas, mujeriego, amante de la buena vida y con escasas luces. De manera progresiva, se va introduciendo la figura esencial del doctor Robinsón de Mantua, un fantasma que pide a Basilio le ayude a desentrañar el secreto de su asesinato, que una paciente le vaticinó. Es interesante observar la manera en que se presenta este personaje ante Basilio, pues, anticipándose al movimiento surrealista, ocurre en un estado de trance o duermevela, a través de la escritura automática. Pero no debería sorprendernos, Carrère era amante del esoterismo, y este tipo de prácticas de corte espírita eran bien conocidas desde el s. XIX. A partir de la llegada del doctor Robinsón de Mantua, la acción se desarrolla, como en todo buen folletín, de manera rocambolesca y muy amena. Con personajes como el periodista “Duende de la Corte”, que con su brillante perspicacia humilla y ridiculiza el torpe ingenio de Basilio en más de una ocasión; el inspector de policía Martínez Sirio como detective infatigable, o el entrañable don Sindulfo de Arco, epítome del “sabio loco” (su homenaje a Valle-Inclán) y que también aparecía en otra obra de Carrère: La calavera de Atahualpa. Los villanos, muy, muy pero que muy malos, son una cofradía de jorobados dedicados a la falsificación y demás vilezas. Su líder es el doctor Sabatino. Este doctor Sabatino representa la perversidad suma y, por supuesto, es un experto nigromante que dirige e instruye ese terrible cabildo.

La Torre de los siete jorobados es una verdadera gema de la novela de evasión en nuestro país, de lectura accesible y divertida, con todo lo excesivo y estrafalario del folletín y la sabiduría oculta de esa época servidos de manera suculenta y mordaz.

Después de la Guerra Civil, no se volvería a vislumbrar algo similar en estas tierras hasta pasadas muchas décadas. La dictadura supuso el fin del flujo cultural proveniente de otros países; la fantasía, ciencia-ficción o lo misterioso, que se habían comenzado a introducir victoriosamente en el yermo páramo del sempiterno realismo español, falleció antes de que pudiera decir “esta boca es mía”.
Por ello La Torre de los siete jorobados es un tesoro que hay que recordar, redescubrir y/o leer de vez en cuando, tanto por su originalidad como por el misterio que supuso su propia creación...


Quién escribió qué

Emilio Carrère tenía una fama bastante mala. Eso no se puede negar. Le gustaba escandalizar a sus contemporáneos con bufonadas del estilo como que vestía la ropa entregada por un enterrador que, a su vez, se la había sustraído a varios difuntos. Por ello, aseguraba Carrère, olía a “cadaverina” y los perros aullaban a su paso. Pero eso tampoco reviste mayor importancia, las extravagancias entre bohemios se acepta que van en el paquete (incluso se aplauden). Sin embargo, uno de sus defectos, y que le hizo ganar el sobrenombre de El rey del refrito, era su forma de escribir y trabajar.
Carrère solía ser una auténtica pesadilla para los editores y revistas: mezclaba sus textos entre sí, entregaba el mismo cambiando el título para que parecieran dos distintos, los reeecribía de nuevo o, simplemente, no entregaba nada y punto.
Así que no fue de extrañar que, con el triunfo que supuso en su momento La Torre de los siete jorobados, surgieran voces, arteras o no, que dudaran de su autoría. Esos chismes no eran descabellados, y tampoco algo inusual en el mundo del folletín, todo hay que decirlo, pero no ha sido hasta en los últimos veinte años que hemos tenido ciertas pruebas de ello.


Jesús de Aragón


Agustín Jaureguízar y Antonio Lejárraga, en los años 1994 y 1995 respectivamente, y en los prólogos de dos obras escritas por el supuesto negro, aventuraron que el “Capitán Sirius”, “Coronel Ignotus” o “J. De Nogara”, había sido en realidad el artífice, no de la obra en sí, sino de amalgamar, completar y recrear La Torre de los siete jorobados. Jesús Palacios, en su prólogo para Valdemar en 1998 de esa misma obra, explica también una audaz filigrana literaria y editorial del que pudo ser su alumbramiento.
Los amantes de la ciencia ficción seguro que ya habrán reconocido los seudónimos que solía utilizar el Julio Verne español: Jesús de Aragón. En esos momentos, de Aragón todavía era un escritor novel y buscaba una editorial que confiara en el indudable talento que más tarde demostraría con 40000 km a bordo del Aeroplano “fantasma”, la Sombra de Casarás o el Continente Aéreo.
¿Y qué utilidad tienen los escritores principiantes de talento para algunos editores?
Es curioso como las circunstancias unieron a dos imprescindibles cabezas a reivindicar de la literatura fantástica española para “trabajar” juntos. Uno ya encumbrado y otro esperando su primera oportunidad.



Pero, ¿qué sucedió en realidad?
El editor Manuel Palomeque se encontraba en un aprieto. Tenía en sus manos un posible best-seller del insigne Emilio Carrère, pero lo era potencialmente, no de facto. El editor le había pedido una novela e incluso se la había abonado antes de echarle un vistazo siquiera. Carrère, como era habitual en él, le había entregado en realidad una remezcla de una novela corta anteriormente publicada en 1920, que a su vez provenía de textos anteriores: El Señor Catafalco y El mal de ojo; junto a otros textos diferentes, embriones de obras futuras. No llegaba para una novela larga completa, y Emilio Carrère se desentendió dejando a Palomeque con todo un señor engorro. Así que el editor, ni corto ni perezoso, se hizo con un negro que hilvanara los variopintos papelotes e incrementara su extensión. Ese negro fue Jesús de Aragón, que tras ese laborioso trabajo, consiguió publicar sus dos primeros libros.
Así nació La Torre de los siete jorobados, en su versión más célebre del año 1924.
¿Deberíamos considerar a Jesús de Aragón co-autor de la obra?
A lo largo del tiempo ha habido diferentes opiniones al respecto, las cuales otorgaban mayor o menor protagonismo a Carrère; aunque los últimos estudios que se han hecho al respecto, más bien indican que de Aragón fue remendando y creando un collage con el material que se le había suministrado. Cierto que tuvo que aportar de su cosecha, pero el verdadero caudal creativo provino de Carrère, especialista en autoplagiarse sin cesar.

Una historia de cine

Este gran éxito literario de la segunda década del s XX tuvo su representación cinematográfica en 1944. Una genuina anomalía del cine español, que no volvería a retomar la temática fantástica hasta los años 60. Su director, Edgar Neville, fue también una buena pieza. Este señor, nacido en 1899, era hijo de un ingeniero inglés acomodado y de la condesa de Berlanga de Duero. Con semejantes antecedentes, podemos sin dificultad hacernos una idea de los afortunados privilegios, escasos en esa época, de los que disfrutó en su infancia y a lo largo de su vida. Era un entusiasta de las artes y gracias a su posición social, pudo codearse con la élite cultural e intelectual anterior a la dictadura: Buñuel, Ortega y Gasset, Falla, Lorca... A pesar de que se licenció en Derecho, Neville era un incondicional del teatro y el cine, y aprovechó su condición de miembro de una familia adinerada para hacer carrera diplomática en Estados Unidos, donde en Hollywood tuvo la oportunidad de aprender del mismísimo Charles Chaplin o codearse con el gran Douglas Fairbanks. Sus años allí fueron muy felices y el trabajo y experiencia adquirida en la Metro Goldwyn-Meyer fue de valor incalculable para lo que sería su futuro como director de cine en España.
Sin ese bagaje, junto a su favorecida posición social y política (cuando regresó a España con la Guerra Civil tomó partido por el bando nacional), no habría sido posible realizar una película como La Torre de los siete jorobados, que brillaba como un diamante en esa época lóbrega entre los filmes propagandísticos del régimen y demás productos folklóricos.


Charles Chaplin & Edgar Neville


Edgar Neville tuvo la osadía de llevar al cine una obra que la Iglesia habría tachado de diabólica y el Estado de un desperdicio. Pero, por supuesto, la adaptó, la camufló para que pasara el filtro de una censura que ni él mismo podía eludir. Añadió personajes y suprimió otros, mitigó significativamente el aporte mágico y sobrenatural y enfatizó el policíaco, simplificó el argumento y la agració con el toque comercial hollywoodiense que resultaba refrescante entre tanta ranciedad patria. Son evidentes las influencias del cine expresionista alemán de Robert Wiene y su El Gabinete del Doctor Caligari en numerosas secuencias, así como una notable ambientación gótica y sombría muy lograda, a pesar del escaso presupuesto. Edgar Neville captó con precisión el sentido de humor castizo y sarcástico tan propio de Carrère, y aunque en general es un film edulcorado supurante de moralina (es hijo de su época), no se le debe restar el mérito (en este caso lo es) de poco convencional y ser un híbrido extraordinario entre lo típico español y lo fantasmagórico. Como el libro.



Por supuesto, su estreno pasó sin mucha pena ni gloria entre público y crítica (al contrario que había sucedido con el libro), lo que no ha ayudado a que, hasta hace escasamente unas semanas, no hayamos podido disponer de copias en una calidad decente. Una verdadera lástima que no se haya decidido hasta ahora restaurarla, teniendo en cuenta que se ganó ya hace tiempo un puesto preponderante en el cine español como precursor y referente del género fantástico. Junto a El Crimen de la calle Bordadores y Domingo de Carnaval (las tres de Edgar Neville además) forman un trío de ases clásico del cine policiaco. Pero tampoco debemos ser tan pesimistas, más vale tarde que nunca aunque eso sí, no os olvidéis de leer el libro antes de lanzaros hacia la película.

0 comentarios:

Publicar un comentario

¡cuéntanos!