Bajo
el Madrid de los Austrias, se esconde, culebreante, una ciudad
subterránea y tenebrosa, refugio de criminales y espíritus
pavorosos. Allí, el escritor Emilio Carrère nos presentó las
peripecias de Basilio Beltrán, un anti-héroe muy español y algo
bobo. Pero esta obra tan original e insólita de por sí, estuvo
acompañada de muchas más intrigas y caprichos...
Bien es sabido que la literatura
española nunca ha sido conocida por su respeto y gusto por lo
fantástico y sobrenatural. El realismo es una de sus características
más remarcables (u odiosas, según se vea) y en nuestra patria, esa
irritante y cuasi-chauvinista
tradición de considerar excéntrica o de menor
categoría todo lo que se salga de ese realismo valorado como
intrínseco de nuestra literatura, ha provocado que no haya
proliferado demasiado. Hay honrosas excepciones, como Huida hacia
el pueblo de las muñecas de cera de Ramón Gómez de la
Serna, la visionaria El anacronópete de Enrique Gaspar
y Gimbau (donde trata los viajes en el tiempo diez años antes
que H.G. Wells lo hiciera), Médium de Pío Baroja,
las archiconocidas Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer
o La ondina del lago azul de Gertrudis Gómez de
Avellaneda. Todas de calidad indudable y que hubieran merecido
ser más conocidas entre el gran público (no es el caso de Bécquer,
de todas formas). También es cierto que, por el desafecto general de
escritores, lectores y crítica, los que se dedicaron en algún
momento a este tipo de géneros poco favorecidos por estas tierras,
no parieron precisamente obras maestras; muchos pastiches románticos
de miasma decimonónico que balbuceaban al estilo de Victor Hugo
o emulaban recursos de Edgar Allan Poe.
No es el caso de La Torre de los
Siete Jorobados. Una
rareza en el panorama español: con una historia llena de rumores y
misterios sobre su proceso de creación, que engendró una
extravagancia cinematográfica en plena dictadura y, por supuesto,
unos protagonistas, en la vida real, como mínimo peculiares. No, nos
olvidamos de la propia obra, seguramente la mejor novela que firmó
Emilio Carrère en su vida.
Un dandy en
Madrid
Emilio Carrère no ha sido un
autor muy apreciado en líneas generales en su patria. Francisco
Umbral, por ejemplo, no le dedicó concretamente muchas lisonjas
y otros autores se han limitado como poco a ignorarlo; aunque es
importante resaltar que esas censuras y reproches, no provenían
desde la vertiente literaria, sino la política o social.
Cierto es que Emilio Carrère era
funcionario. Cierto que no renegó en ningún momento del régimen
franquista y que eran conocidas sus tendencias derechistas. Que era
un truhán irreverente, bon vivant y un manifiesto burgués
aceptado como miembro de pleno derecho en la bohemia madrileña
(aunque él renegara de ella). Pero juzgar su vida, acciones o
actitudes no forman parte de nuestra intención. Es un feo
defecto que se tiene por estos lares. El presente artículo busca
simplemente sacar a la luz la historia y protagonistas de una novela
magnífica de nuestra literatura, insólita y muy cañí.
Para
empezar, nada mejor que presentarlo adecuadamente. Emilio Carrère
era hijo natural de un abogado madrileño de cierto prestigio. Su
madre, murió al poco de nacer él, y aunque inicialmente su padre no
quiso hacerse cargo, más adelante le brindó estabilidad laboral
buscándole un puesto en el Tribunal de Cuentas y le legó una
sustanciosa herencia al morir. Emilio Carrère siempre sintió
fascinación por las artes, la pintura, el teatro, y no tardó en
dedicarse a escribir: artículos para diversos periódicos y
publicaciones, relatos, poesías... De hecho su obra poética es
abundante y rica, considerada, después de un injusto ostracismo,
ejemplo lúcido y vital de la bohemia literaria española, del
decadentismo modernista junto a colegas como Alejandro
Sawa, Rafael
Cansinos Assens, Rubén
Darío, Pedro
Luis de Gálvez o
Valle-Inclán.
Emilio Carrère no
terminó de encajar ni en la generación del 98 ni en la del 27,
quizás porque siempre se preocupó más por seguir su propia senda,
contradictoria y en muchas ocasiones caótica.
Pero
sí compartió con sus contemporáneos, además de juergas nocturnas
o tertulias fascinantes por los cafés madrileños, el ambiente
burbujeante y entusiasta de la anteguerra y de las vanguardias. Sus
influencias principales procedían allende los Pirineos: el
simbolismo noctámbulo de Verlaine,
el costumbrismo de Zola
y su gran admirado Edgar
Allan Poe. Y a esta
mezcla tan específica, que no tenía tampoco nada de particular para
la época, Carrère unió su afición al esoterismo, la cábala, la
teosofía, el espiritismo. No en vano uno de sus amigos fue El
Mago Rojo de Logrosán,
bautizado en realidad Mario
Roso de Luna, que fue el
introductor en nuestro país de las doctrinas teosóficas de Helena
Blavatsky, a parte de ser
abogado, astrónomo, escritor, periodista y...masón. Esta afición
por lo heterodoxo de
Carrère se plasmó claramente en su obra poética como Del
amor, del dolor y del misterio (1915)
o Los
ojos de los fantasmas (1920).
No quedó todo ahí. A Carrère no sólo se le recuerda por su
poesía, sino por su vinculación y afán por el auge del cuento y la
novela corta. Él mismo se autoproclamó admirador del folletín: sus
miras se dirigían a Gastón
Leroux,
sus raíces se hundían en Paul
Féval.
El pulp
anglosajón, a pesar de que actualmente sea desconocido por una gran
mayoría de lectores, era celebrado y consumido en nuestro país
gracias a autores como Carrère. Y allí es donde ubicamos La
Torre de los Siete Jorobados.
Un
gran folletín español
El
folletín
y las novelas por entregas, en nuestro país, siempre tuvieron gran
aceptación. Grandes de la literatura como Galdós
(que también se atrevió con algún relato misterioso
como La princesa y el granuja)
o Enrique
P. Escrich
acudieron a este formato, no solo como una manera de divulgar sus
obras, sino como forma más libre de expresión. Al folletín siempre
se le ha acusado de ser desde frívolo, poco exigente con la
psicología de sus protagonistas (con estereotipos maniqueos muy
evidentes), de estilo ramplón, argumentos inverosímiles y tramas
horizontales; hasta de no considerarse siquiera literatura sino una
vulgarización de la misma. En verdad el folletín iba dirigido a
cualquier tipo de público independientemente de su edad o sexo. Pero
considerar esa democratización
de la literatura un cúmulo de vicios, nos obligaría a omitir
autores como Dickens,
Dumas,
Balzac,
Tolstoi,
Salgari,
Doyle,
Stevenson...
la lista se podría alargar mucho más.
Y
de ese humus,
junto al del pulp
como hijo legítimo del folletín, surgió La
Torre de los Siete Jorobados.
La fantasía, el misterio, lo policiaco y criminal, la magia, lo
truculento, el humor... todos estos ingredientes se unieron para
formar una novela básicamente de aventuras, pero no en un remoto
país africano, no en la meseta del Tíbet o en las llanuras del
oeste norteamericano. Ni tan siquiera en la brumosa Londres de Jack
el Destripador.
No. Todo esto y más, en Madrid. Un repaso al Madrid del chotis, las
verbenas, las zarzuelas, el aguardiente y las chulapas. Costumbrismo
puro y duro bajo la música del organillo, que mostraba también
penumbras y secretos en la presencia de fantasmas, combates astrales,
mafias de jorobados y una intrincada Madrid subterránea llena de
enigmas... Eso sí, sin perder un sentido del humor muy castizo y a
veces absurdo, surrealista.
Muy español, vamos.
El
argumento tiene de protagonista a un supersticioso joven llamado
Basilio, con ciertas capacidades mediúmnicas, mujeriego, amante de
la buena vida y con escasas luces. De manera progresiva, se va
introduciendo la figura esencial del doctor Robinsón de Mantua, un
fantasma que pide a Basilio le ayude a desentrañar el secreto de su
asesinato, que una paciente le vaticinó. Es interesante observar la
manera en que se presenta este personaje ante Basilio, pues,
anticipándose al movimiento surrealista, ocurre en un estado de
trance o duermevela, a través de la
escritura automática.
Pero no debería sorprendernos, Carrère era amante del esoterismo, y
este tipo de prácticas de corte espírita eran bien conocidas desde
el s. XIX. A partir de la llegada del doctor Robinsón de Mantua, la
acción se desarrolla, como en todo buen folletín, de manera
rocambolesca y muy amena. Con personajes como el periodista “Duende
de la Corte”, que con su brillante perspicacia humilla y
ridiculiza el torpe ingenio de Basilio en más de una ocasión; el
inspector de policía Martínez Sirio como detective infatigable, o
el entrañable don Sindulfo de Arco, epítome del “sabio loco”
(su homenaje a Valle-Inclán) y que también aparecía en otra obra
de Carrère: La calavera de Atahualpa.
Los villanos, muy, muy pero que muy malos, son una cofradía de
jorobados dedicados a la falsificación y demás vilezas. Su líder
es el doctor Sabatino. Este doctor Sabatino representa la perversidad
suma y, por supuesto, es un experto nigromante que dirige e instruye
ese terrible cabildo.
La Torre de los siete
jorobados es
una verdadera gema de la novela de evasión en nuestro país, de
lectura accesible y divertida, con todo lo excesivo y estrafalario
del folletín y la sabiduría oculta
de esa época servidos de manera suculenta y mordaz.
Después
de la Guerra Civil, no se volvería a vislumbrar algo similar en
estas tierras hasta pasadas muchas décadas. La dictadura supuso el
fin del flujo cultural proveniente de otros países; la fantasía,
ciencia-ficción o lo misterioso, que se habían comenzado a
introducir victoriosamente en el yermo páramo del sempiterno
realismo español, falleció antes de que pudiera decir “esta boca
es mía”.
Por
ello La Torre de los siete jorobados
es un tesoro que hay que recordar, redescubrir y/o leer de vez en
cuando, tanto por su originalidad como por el misterio que supuso su
propia creación...
Quién
escribió qué
Emilio
Carrère tenía una fama bastante mala. Eso no se puede negar. Le
gustaba escandalizar a sus contemporáneos con bufonadas del estilo
como que vestía la ropa entregada por un enterrador que, a su vez,
se la había sustraído a varios difuntos. Por ello, aseguraba
Carrère, olía a “cadaverina” y los perros aullaban a su paso.
Pero eso tampoco reviste mayor importancia, las extravagancias entre
bohemios se acepta que van en el paquete (incluso se aplauden). Sin
embargo, uno de sus defectos,
y que le hizo ganar el sobrenombre de “El
rey del refrito”,
era su forma de escribir y trabajar.
Carrère
solía ser una auténtica pesadilla para los editores y revistas:
mezclaba sus textos entre sí, entregaba el mismo cambiando el título
para que parecieran dos distintos, los reeecribía de nuevo o,
simplemente, no entregaba nada y punto.
Así
que no fue de extrañar que, con el triunfo que supuso en su momento
La Torre de los siete jorobados,
surgieran voces, arteras o no, que dudaran de su autoría. Esos
chismes no eran descabellados, y tampoco algo inusual en el mundo del
folletín, todo hay que decirlo, pero no ha sido hasta en los últimos
veinte años que hemos tenido ciertas pruebas de ello.
Jesús de Aragón
Agustín
Jaureguízar y Antonio Lejárraga, en los años 1994 y 1995
respectivamente, y en los prólogos de dos obras escritas por el
supuesto negro,
aventuraron que el “Capitán Sirius”, “Coronel Ignotus” o “J.
De Nogara”, había sido en realidad el artífice, no de la obra en
sí, sino de amalgamar, completar y recrear La
Torre de los siete jorobados.
Jesús Palacios, en su prólogo para Valdemar en 1998 de esa misma
obra, explica también una audaz filigrana literaria y editorial del
que pudo ser su alumbramiento.
Los
amantes de la ciencia ficción seguro que ya habrán reconocido los
seudónimos que solía utilizar el
Julio Verne español:
Jesús
de Aragón.
En esos momentos, de Aragón todavía era un escritor novel y buscaba
una editorial que confiara en el indudable talento que más tarde
demostraría con 40000 km a bordo del
Aeroplano “fantasma”,
la Sombra de Casarás o
el Continente Aéreo.
¿Y
qué utilidad tienen los escritores principiantes de talento para
algunos editores?
Es
curioso como las circunstancias unieron a dos imprescindibles cabezas
a reivindicar de la literatura fantástica española para “trabajar”
juntos. Uno ya encumbrado y otro esperando su primera oportunidad.
Pero, ¿qué
sucedió en realidad?
El
editor Manuel Palomeque se encontraba en un aprieto. Tenía en sus
manos un posible best-seller
del insigne Emilio Carrère, pero lo era potencialmente, no de
facto. El editor le había
pedido una novela e incluso se la había abonado antes de echarle un
vistazo siquiera. Carrère, como era habitual en él, le había
entregado en realidad una remezcla de una novela corta anteriormente
publicada en 1920, que a su vez provenía de textos anteriores: El
Señor Catafalco y El
mal de ojo; junto a otros textos
diferentes, embriones de obras futuras. No llegaba para una novela
larga completa, y Emilio Carrère se desentendió dejando a Palomeque
con todo un señor engorro. Así que el editor, ni corto ni perezoso,
se hizo con un negro
que hilvanara los variopintos papelotes e incrementara su extensión.
Ese negro fue Jesús
de Aragón, que tras ese laborioso trabajo, consiguió publicar sus
dos primeros libros.
Así
nació La Torre de los siete jorobados,
en su versión más célebre del año 1924.
¿Deberíamos
considerar a Jesús de Aragón co-autor de la obra?
A lo
largo del tiempo ha habido diferentes opiniones al respecto, las
cuales otorgaban mayor o menor protagonismo a Carrère; aunque los
últimos estudios que se han hecho al respecto, más bien indican que
de Aragón fue remendando y creando un collage
con el material que se le había suministrado. Cierto que tuvo que
aportar de su cosecha, pero el verdadero caudal creativo provino de
Carrère, especialista en autoplagiarse
sin cesar.
Una historia de
cine
Este
gran éxito literario de la segunda década del s XX tuvo su
representación cinematográfica en 1944. Una genuina anomalía del
cine español, que no volvería a retomar la temática fantástica
hasta los años 60. Su director, Edgar
Neville, fue también una
buena pieza. Este señor, nacido en 1899, era hijo de un ingeniero
inglés acomodado y de la condesa de Berlanga de Duero. Con
semejantes antecedentes, podemos sin dificultad hacernos una idea de
los afortunados privilegios, escasos en esa época, de los que
disfrutó en su infancia y a lo largo de su vida. Era un entusiasta
de las artes y gracias a su posición social, pudo codearse con la
élite cultural e intelectual anterior a la dictadura: Buñuel,
Ortega y Gasset,
Falla,
Lorca...
A pesar de que se licenció en Derecho, Neville era un incondicional
del teatro y el cine, y aprovechó su condición de miembro de una
familia adinerada para hacer carrera diplomática en Estados Unidos,
donde en Hollywood tuvo la oportunidad de aprender del mismísimo
Charles Chaplin
o codearse con el gran Douglas
Fairbanks. Sus años allí
fueron muy felices y el trabajo y experiencia adquirida en la Metro
Goldwyn-Meyer fue de valor incalculable para lo que sería su futuro
como director de cine en España.
Sin
ese bagaje, junto a su favorecida posición social y política
(cuando regresó a España con la Guerra Civil tomó partido por el
bando nacional), no habría sido posible realizar una película como
La Torre de los siete jorobados,
que brillaba como un diamante en esa época lóbrega entre los filmes
propagandísticos del régimen y demás productos folklóricos.
Charles Chaplin & Edgar Neville
Edgar
Neville tuvo la osadía de llevar al cine una obra que la Iglesia
habría tachado de diabólica y el Estado de un desperdicio. Pero,
por supuesto, la adaptó, la camufló para que pasara el filtro de
una censura que ni él mismo podía eludir. Añadió personajes y
suprimió otros, mitigó significativamente el aporte mágico y
sobrenatural y enfatizó el policíaco, simplificó el argumento y la
agració con el toque comercial hollywoodiense que resultaba
refrescante entre tanta ranciedad patria. Son evidentes las
influencias del cine expresionista alemán de Robert
Wiene y su El
Gabinete del Doctor Caligari en
numerosas secuencias, así como una notable ambientación gótica y
sombría muy lograda, a pesar del escaso presupuesto. Edgar Neville
captó con precisión el sentido de humor castizo y sarcástico tan
propio de Carrère, y aunque en general es un film edulcorado
supurante de moralina
(es hijo de su época), no se le debe restar el mérito (en este caso
lo es)
de poco convencional y ser un híbrido extraordinario entre lo típico
español y lo fantasmagórico. Como el libro.
Por
supuesto, su estreno pasó sin mucha pena ni gloria entre público y
crítica (al contrario que había sucedido con el libro), lo que no
ha ayudado a que, hasta
hace escasamente unas semanas,
no hayamos podido disponer de copias en una calidad decente. Una
verdadera lástima que no se haya decidido hasta ahora restaurarla,
teniendo en cuenta que se ganó ya hace tiempo un puesto
preponderante en el cine español como precursor y referente del
género fantástico. Junto a El Crimen de la calle
Bordadores y Domingo
de Carnaval (las tres de Edgar
Neville además) forman un trío de ases clásico del cine policiaco.
Pero tampoco debemos ser tan pesimistas, más vale tarde que nunca
aunque eso sí, no os olvidéis de leer el libro antes de lanzaros
hacia la película.
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