Grant te agradece la atención

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22 de diciembre de 2010

Sunday Morning





Sigo el rastro de vino con miel derramado. No levanto la cabeza porque mis ojos danzan sin mi permiso, los sonidos de las tibias y los címbalos me aturden, las risas y las numerosas luces de las velas hacen tambalear mis piernas. Yo sigo, sigo, sigo los vestigios pegajosos del suelo, como unos extraños símbolos que me guían a un lugar seguro.
Alguien me empuja y resbalo
Mis manos detienen el semblante de las infinitas teselas que exigen mi cuerpo, ah, malvadas, sólo habéis conseguido un poco de piel. Pero mis palmas ahora arden, despellejadas. Mañana dolerán más.


¡Sergio, Sergio! ¡Cómo que te has desplomado así!

Reconozco esa voz ebria, la carcajada sucesiva y el eructo destructor. Ni alzo los ojos. Ese desgraciado de Marcelo me ha empujado y hecho caer. Tampoco es muy difícil conseguirlo, pero cuando logro incorporarme y tenerme sobre las piernas, tembloroso, le pongo casi en el hocico el dedo corazón. Mamón.

Se desternilla, le susurra algo al oído a una mujer de pelo rubio con máscara y se aleja de mí. Más te vale. Ojalá esa perra germana que lo acompaña le pegue algo. Imbécil.

Continúo mi peregrinaje siguiendo esa vereda rojiza y viscosa. 
Una saliva amarga comienza a acumularse en mi boca. Tengo que darme un poco de prisa si quiero reparar la situación. Siento una ligera vergüenza, pero estoy tan concentrado en continuar moviendo el culo que no me preocupa demasiado. El culo. Otro tema. 
Creo que algo va a explotar también por ahí abajo. Y no puedo acelerar el paso más... Venga... un poco, otro paso, otro, otro... ya, por fin. 
Me apoyo a la entrada de la cocina, donde acaba, a los pies de un enorme ánfora, el reguero pisoteado de mi mejor vino. Ese sinvergüenza de Marcelo no ha escatimado nada y se lo ha hecho llevar desde la bodega.
Mañana se va a enterar
Mientras, desahogaré mi estómago dentro, pues, para lo que resta de vino y el nivel de tajadón alcanzado, ni olerán lo que se están echando al coleto. Los oigo a lo lejos mientras mi tórax se convulsiona y vacía. Dentro del ánfora. Que les aproveche.

Como gritan. Y cantan. Pero yo estoy a salvo de esa agitación en la oscuridad vacía de la cocina. 
Bueno, relativamente. Aunque estoy algo más despejado, mi abdomen sigue necesitando alivio.
No quiero convertir mi propia casa en una pocilga. Pero me parece que mis intestinos son más severos de lo que pensaba. 
No hay tiempo
Cogeré esa olla. 
Creo que es una olla.
Ay, cómo se me retuercen las tripas. 
Qué dolor.

Qué sosiego
Ya me encuentro mejor. 
Todavía siento como si el suelo fuera plumones de cisne, pero estoy mucho más aclarado. Dejo la olla por ahí, un poco alejada del ánfora, no vaya a ser que el hedor ahuyente a los que se acerquen para servir más vino, y estoy altamente interesado en que se sacien y celebren con alegría estos días tan queridos por todos. Sobre todo Marcelo.

Un poco torpemente, pero con pasos cada vez más firmes, me dirijo a mi habitación. Necesito tumbarme y dormitar. Y mi lecho se me antoja más confortable, fresco y fragante que nunca. Me quito la inmunda vestimenta, la arrojo fuera de mi habitación y me tumbo jubiloso en la cama.
Cierro los ojos
Los sigo oyendo, cantando, hablando, la música ahogando a veces el murmullo, pero siempre, triunfal, se eleva la risa argentina de Marcelo.
Ya no me importa, y opto por ignorar todo lo que está sucediendo más allá de las cortinas de mi lecho.
Han sido días duros, me estoy haciendo viejo, y cada año estas malditas fiestas se hacen más largas. 
Bueno, no se hacen más largas, las alargan
No sé en qué piensan todos esos politicastros. 
En realidad sí lo sé, en tener más tiempo para cepillarse a más rameras que nunca bajo los auspicios de lo divino. Debería haber seguido el ejemplo de ese estirado de Plinio, meter la cabeza entre rollos y más rollos soporíferos, escribir algo extremadamente sesudo y pasar a la posteridad como una persona muy, muy, muy cargante.
Me da vueltas todo. 
Experimento la sensación de ser engullido por un enorme remolino y, sinceramente, girar y girar en su vórtice no es del todo desagradable, aunque si abro los ojos me temo que puedo volver a vomitar. 
Así que me abandono a mis pensamientos mientras el vocerío, a centenares de millas de distancia, va languideciendo. 
Los músicos han dejado de tocar, pero todavía distingo pasos furtivos que se acercan a la cocina en busca de algo que continuar bebiendo. Cuadrilla de curdas inmundos. Yo entre ellos.




Debe ser cuarta vigilia ya, huelo el cambio en el aire.
Me remuevo con un escalofrío y rebozo mi cuerpo con un manto.
Je. Mi querida sobrina Lucía ha resultado ser toda una pequeña tirana estos días. Pobre de su futuro marido. 
A pesar de que le llevé unas bonitas muñecas no tardó un instante en descoyuntar sus extremidades. No le debieron gustar mucho.
A mi hermana le regalé unos preciosos pendientes a juego con un espléndido collar de oro y lapislázuli. Piezas únicas que adquirí en mi último viaje a Egipto y sólo yo sé la pequeña fortuna que tuve que desembolsar. Quizás le ayude a incrementar su libido y concebir el niño que tanto ansía el imbécil de su esposo. 
No me hace ninguna gracia verle abandonar a mi hermana mientras esparce su semilla entre todas las zorras de la ciudad. No tiene un ápice de discreción y resulta humillante para la familia. Se lo dejé caer elegantemente ayer durante el banquete, pero sólo sirvió para discutir, vituperar y lanzar copas sobre nuestras cabezas.
Siempre ocurre igual. 
Estoy cansado de los excesos de estos días que calientan las ideas y desamarran las lenguas.
Mi querida Lucía no abría la boca, absorta en nuestras necedades. Ya sabe perfectamente que se aprende más de lo que la gente quiere ocultar... y no hay mejor estímulo que el vino. Los beodos lo escupimos todo.

La casa parece vacía, todos se han ido a dormir. Todos imagino menos...
Un grito. Procede de la cocina.
Yo sonrío entre dulces vapores espiritosos y blandas nubes de somnolencia.
Alguien corre y empieza a llamar a gritos a Marcelo. Creo que es la germana de la máscara.
Aaaaah, descubrió la fórmula de mi pócima.
Buena señal, es una mujer espabilada. Lo tendré en cuenta.
No distingo las palabras, pero de nuevo escucho pasos descalzos y apresurados que patean nerviosos el sendero que hace unas horas yo también seguí.
Un alarido, una arcada.
Qué felicidad me inunda al sentir la náusea y repugnancias infinitas que padecen ahora mismo ese detestable de Marcelo y la perra germana.
Creo que están vomitando. Qué menos.
Y por supuesto, saben que he sido yo.
Mi dicha y gozo no pueden ser superadas en este momento por nada del mundo. Comienzo a reír, a reír sin parar. Qué bien me siento, qué liberado y feliz. Abro los ojos, radiante, y a carcajadas, me levanto. 
Estoy desnudo pero no importa, ya ha salido el sol.
Me dirijo hacia la cocina y allí los encuentro, arrodillados, con lágrimas en los ojos, las caras enrojecidas del esfuerzo y las piernas empapadas de miseria. Me miran y yo no puedo evitar el sonreír y sonreír y sonreír.
Ella baja el rostro, los cabellos sucios y pringosos la cubren hasta los hombros, pero su cuerpo todavía se convulsiona. Marcelo me acecha, indignado, asqueado, mudo del vahído y el odio.
No se puede ni levantar. Entonces ve lo que llevo en la mano.

¡Marcelo,  Eo Saturnalia, Eo Saturnalia! -exclamo– Pero, ¿sabes? Ya amaneció y las fiestas acabaron...

Levanto mi brazo y esbozo una sonrisa dentada.

Ave, Sol Invictus! Ave, Sol Invictus! ¡Esclavo, se acabó lo que se daba!


 
                                                      The Velvet Underground - Sunday Morning 


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Sigo el rastro de vino con miel derramado. No levanto la cabeza porque mis ojos danzan sin mi permiso, los sonidos de las tibias y los címbalos me aturden, las risas y las numerosas luces de las velas hacen tambalear mis piernas. Yo sigo, sigo, sigo los vestigios pegajosos del suelo, como unos extraños símbolos que me guían a un lugar seguro.
Alguien me empuja y resbalo
Mis manos detienen el semblante de las infinitas teselas que exigen mi cuerpo, ah, malvadas, sólo habéis conseguido un poco de piel. Pero mis palmas ahora arden, despellejadas. Mañana dolerán más.


¡Sergio, Sergio! ¡Cómo que te has desplomado así!

Reconozco esa voz ebria, la carcajada sucesiva y el eructo destructor. Ni alzo los ojos. Ese desgraciado de Marcelo me ha empujado y hecho caer. Tampoco es muy difícil conseguirlo, pero cuando logro incorporarme y tenerme sobre las piernas, tembloroso, le pongo casi en el hocico el dedo corazón. Mamón.

Se desternilla, le susurra algo al oído a una mujer de pelo rubio con máscara y se aleja de mí. Más te vale. Ojalá esa perra germana que lo acompaña le pegue algo. Imbécil.

Continúo mi peregrinaje siguiendo esa vereda rojiza y viscosa. 
Una saliva amarga comienza a acumularse en mi boca. Tengo que darme un poco de prisa si quiero reparar la situación. Siento una ligera vergüenza, pero estoy tan concentrado en continuar moviendo el culo que no me preocupa demasiado. El culo. Otro tema. 
Creo que algo va a explotar también por ahí abajo. Y no puedo acelerar el paso más... Venga... un poco, otro paso, otro, otro... ya, por fin. 
Me apoyo a la entrada de la cocina, donde acaba, a los pies de un enorme ánfora, el reguero pisoteado de mi mejor vino. Ese sinvergüenza de Marcelo no ha escatimado nada y se lo ha hecho llevar desde la bodega.
Mañana se va a enterar
Mientras, desahogaré mi estómago dentro, pues, para lo que resta de vino y el nivel de tajadón alcanzado, ni olerán lo que se están echando al coleto. Los oigo a lo lejos mientras mi tórax se convulsiona y vacía. Dentro del ánfora. Que les aproveche.

Como gritan. Y cantan. Pero yo estoy a salvo de esa agitación en la oscuridad vacía de la cocina. 
Bueno, relativamente. Aunque estoy algo más despejado, mi abdomen sigue necesitando alivio.
No quiero convertir mi propia casa en una pocilga. Pero me parece que mis intestinos son más severos de lo que pensaba. 
No hay tiempo
Cogeré esa olla. 
Creo que es una olla.
Ay, cómo se me retuercen las tripas. 
Qué dolor.

Qué sosiego
Ya me encuentro mejor. 
Todavía siento como si el suelo fuera plumones de cisne, pero estoy mucho más aclarado. Dejo la olla por ahí, un poco alejada del ánfora, no vaya a ser que el hedor ahuyente a los que se acerquen para servir más vino, y estoy altamente interesado en que se sacien y celebren con alegría estos días tan queridos por todos. Sobre todo Marcelo.

Un poco torpemente, pero con pasos cada vez más firmes, me dirijo a mi habitación. Necesito tumbarme y dormitar. Y mi lecho se me antoja más confortable, fresco y fragante que nunca. Me quito la inmunda vestimenta, la arrojo fuera de mi habitación y me tumbo jubiloso en la cama.
Cierro los ojos
Los sigo oyendo, cantando, hablando, la música ahogando a veces el murmullo, pero siempre, triunfal, se eleva la risa argentina de Marcelo.
Ya no me importa, y opto por ignorar todo lo que está sucediendo más allá de las cortinas de mi lecho.
Han sido días duros, me estoy haciendo viejo, y cada año estas malditas fiestas se hacen más largas. 
Bueno, no se hacen más largas, las alargan
No sé en qué piensan todos esos politicastros. 
En realidad sí lo sé, en tener más tiempo para cepillarse a más rameras que nunca bajo los auspicios de lo divino. Debería haber seguido el ejemplo de ese estirado de Plinio, meter la cabeza entre rollos y más rollos soporíferos, escribir algo extremadamente sesudo y pasar a la posteridad como una persona muy, muy, muy cargante.
Me da vueltas todo. 
Experimento la sensación de ser engullido por un enorme remolino y, sinceramente, girar y girar en su vórtice no es del todo desagradable, aunque si abro los ojos me temo que puedo volver a vomitar. 
Así que me abandono a mis pensamientos mientras el vocerío, a centenares de millas de distancia, va languideciendo. 
Los músicos han dejado de tocar, pero todavía distingo pasos furtivos que se acercan a la cocina en busca de algo que continuar bebiendo. Cuadrilla de curdas inmundos. Yo entre ellos.




Debe ser cuarta vigilia ya, huelo el cambio en el aire.
Me remuevo con un escalofrío y rebozo mi cuerpo con un manto.
Je. Mi querida sobrina Lucía ha resultado ser toda una pequeña tirana estos días. Pobre de su futuro marido. 
A pesar de que le llevé unas bonitas muñecas no tardó un instante en descoyuntar sus extremidades. No le debieron gustar mucho.
A mi hermana le regalé unos preciosos pendientes a juego con un espléndido collar de oro y lapislázuli. Piezas únicas que adquirí en mi último viaje a Egipto y sólo yo sé la pequeña fortuna que tuve que desembolsar. Quizás le ayude a incrementar su libido y concebir el niño que tanto ansía el imbécil de su esposo. 
No me hace ninguna gracia verle abandonar a mi hermana mientras esparce su semilla entre todas las zorras de la ciudad. No tiene un ápice de discreción y resulta humillante para la familia. Se lo dejé caer elegantemente ayer durante el banquete, pero sólo sirvió para discutir, vituperar y lanzar copas sobre nuestras cabezas.
Siempre ocurre igual. 
Estoy cansado de los excesos de estos días que calientan las ideas y desamarran las lenguas.
Mi querida Lucía no abría la boca, absorta en nuestras necedades. Ya sabe perfectamente que se aprende más de lo que la gente quiere ocultar... y no hay mejor estímulo que el vino. Los beodos lo escupimos todo.

La casa parece vacía, todos se han ido a dormir. Todos imagino menos...
Un grito. Procede de la cocina.
Yo sonrío entre dulces vapores espiritosos y blandas nubes de somnolencia.
Alguien corre y empieza a llamar a gritos a Marcelo. Creo que es la germana de la máscara.
Aaaaah, descubrió la fórmula de mi pócima.
Buena señal, es una mujer espabilada. Lo tendré en cuenta.
No distingo las palabras, pero de nuevo escucho pasos descalzos y apresurados que patean nerviosos el sendero que hace unas horas yo también seguí.
Un alarido, una arcada.
Qué felicidad me inunda al sentir la náusea y repugnancias infinitas que padecen ahora mismo ese detestable de Marcelo y la perra germana.
Creo que están vomitando. Qué menos.
Y por supuesto, saben que he sido yo.
Mi dicha y gozo no pueden ser superadas en este momento por nada del mundo. Comienzo a reír, a reír sin parar. Qué bien me siento, qué liberado y feliz. Abro los ojos, radiante, y a carcajadas, me levanto. 
Estoy desnudo pero no importa, ya ha salido el sol.
Me dirijo hacia la cocina y allí los encuentro, arrodillados, con lágrimas en los ojos, las caras enrojecidas del esfuerzo y las piernas empapadas de miseria. Me miran y yo no puedo evitar el sonreír y sonreír y sonreír.
Ella baja el rostro, los cabellos sucios y pringosos la cubren hasta los hombros, pero su cuerpo todavía se convulsiona. Marcelo me acecha, indignado, asqueado, mudo del vahído y el odio.
No se puede ni levantar. Entonces ve lo que llevo en la mano.

¡Marcelo,  Eo Saturnalia, Eo Saturnalia! -exclamo– Pero, ¿sabes? Ya amaneció y las fiestas acabaron...

Levanto mi brazo y esbozo una sonrisa dentada.

Ave, Sol Invictus! Ave, Sol Invictus! ¡Esclavo, se acabó lo que se daba!


 
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